Nada más despertarme enciendo la tele. Desayuno viendo anuncios, o lo intento, ya que puedo tener la mala suerte de no pillar ninguno en el rato que tardo en comerme mis cereales, y dejo grabando la tele todo el día, cualquier canal al azar (uno con publicidad, claro está).
Aquel día pillé uno especialmente perturbador que me bajó de golpe la erección matutina:
Un hombre llega a su casa, presumiblemente desde el trabajo, vestido con traje, chaqueta, corbata. Una mujer, presumiblemente, su esposa, le recibe llevando un delantal y una gran sonrisa. Él la tumba de un guantazo. La mujer intenta incorporarse y él vuelve a golpearle. Pantalla a negro. Letrero: “Tienes que cuidarlas”. Producto: Crema de manos.
Inmediatamente sonó el teléfono. Era Fátima, otra publicista poco madrugadora que se pasa la mayor parte de su tiempo libre frente a la tele.
—¿Has visto lo que yo?—preguntó. Yo diría que estaba pálida.
—¿Crema de manos? Sí, lo he grabado.
—Pues mándaselo ahora mismo a Rodri y que la monte—me ordenó, ya no se le notaba pálida, habría vuelto a su moreno original de mulata. —¿Cómo han podido emitir una cosa así?
—Esta cadena tiene su propia agencia, ya lo sabes.
—Claro que lo sé, no voy por ahí. ¿Qué mierda de filtros les han puesto? Tú te habrás reído mucho, ¿no? —de su moreno mulato había pasado al rojo. Ahora estaba cabreada conmigo. O tal vez con todos los hombres.
—Se me ha quitado hasta el hambre—mentira.
—Jumm… Bueno, ya hablaremos. Mándale eso a Rodri— y colgó.
Así que le mandé el anuncio a Rodri, un colega que trabaja en una asociación de consumidores. Mejor darse prisa con Fátima… bueno, no haré ningún comentario sobre su sexo y lo que ser mujer implica; dejémoslo en que no me apetecía cruzarme con ella y que me escupiese toneladas de hormonas a la cara por no haber hecho lo que ella ordenó. Porque sí, vale, habría motivos para preocuparse por el anuncio, pero los justos. Yo fui capaz de hacer mi día con normalidad sin pensar en exceso en ese maltratador preocupado por el cuidado de sus zarpas; sólo pensé en él cuando entré a una tienda a preguntar por la crema. Pero entiéndeme, en invierno me salen unos terribles sabañones en los nudillos. Si existía la posibilidad de que hubiesen inventado la crema definitiva para el cuidado de las manos masculinas, por muy despreciables que fuesen sus técnicas de promoción, no podía desperdiciar la oportunidad de probar el producto.
Acabé en una perfumería. Aprovecho para decir que no me gusta ese nombre. Sí, tienen perfumes, pero también gel, cremas y todo lo relacionado con el maquillaje, no creo que ponerle otro nombre hiciese daño al negocio. Propongo “droguistería”, como derivado de “droguería”, por las similitudes de género, y “camuflería”, derivado de a su vez de “camuflaje”, por razones, creo, obvias.
—No lo he oído en mi vida—dijo la farmacéutica—. Desde luego será nueva.
—He visto el anuncio esta mañana—dije.
—Lo siento—me contestó, y se quedó callada allí, mirándome.
¿Incómodo? Sí, pero sólo por la falta de costumbre. Normalmente cuando no tienen lo que pides de asaltan con otros tantos productos similares o, tratándose de situaciones como esta mía en la que no disponen del producto solicitado, la respuesta podría ser un ejercicio de despotrique contra los responsables del transporte de mercancías o algún otro grupo de empleados en la cadena que concluye con la llega del producto a la tienda. Ya sea porque detestaba su trabajo o por ser de poco hablar, en cualquier caso estoy agradecido. Un lo siento y silencio es lo mejor que me podían dar.
En la droguistería lo tenían, acababa de llegarles y los botes aún estaban metidos en cajas que un repartidor continuaba apilando. Demasiadas cajas diría yo.
Conseguí convencer a una dependienta de que me vendiese un tubo de la crema antes de haberlo siquiera etiquetado, introducido, archivado, registrado; lo que sea. No sé qué se hace con los productos, yo estoy entre la fabricación y la venta. Se lo pagué en mano y no me pudo dar tique.
Cuando salía de allí escuché a una mujer de dentro exclamar “¡Esa crema!”. Supuse que ella sí habría visto el anuncio. Por si acaso aceleré el paso y al parque que me fui porque allí es a donde van las personas de cierta edad cuando no tienen trabajo o nada mejor que hacer. Yo necesitaba pensar y los bancos del parque habían demostrado ser grandes fuentes de inspiración; pasa todo tipo de gente y desde alguno de esos bancos se tiene una vista panorámica de otros escenarios por los que pasa aún más gente. Hay que aprovechar sitios así.
Aunque no me quedé mucho y la razón es uno de esos productos que uno no entiende cómo pudieron siquiera salir al mercado, porque no debe comprarlos ni el Tato.
En cuando me senté en uno de los bancos con visión panorámica pude fijrme a la perfección en un cartel con rayas negras y rojas, zonas amarillas y lunares blancos. Recordaba a los cuadros pop de Liechestein. O a los cuadros de Liechestein en general, no sé si llegó a hacer algo distinto que requiriese algo más de curro. En fin, me llamaron la atención las palabras del cartel “¿Cansado de la dulzura?”
Inmediatamente pensé “¡Coño, un chicle salado!”, pero no. Un chicle salado aún podría haber estado bueno. Busqué una tienda de golosinas y compré un paquete. Delos se llaman. No es que recuerde el nombre, es que desde aquí arriba aún puedo ver un gran cartel.
Nada más salir de la tienda abrí el paquete y saqué uno de los chicles, cuadrados y envueltos individualmente. Para dentro que fue.
Cuando estás comiendo pipas y te toca una mala inmediatamente la escupes, ¿verdad? Pues ésa fue mi reacción con los Delos. Como si me hubiese tocado un chicle pasado (cosa poco probable) lo escupí y rápidamente desenvolví otro y me lo metí en la boca.
—¡Qué puto asco!—dije en voz alta mientras seguía mascando.
Aquello sabía como debe saber la mierda de alguien que se ha pasado días comiendo granos de café. Porque la mierda es amarga, ¿verdad? No sé dónde loe escuché, pero ya lo doy por hecho. Supongo que algún coprófago comunicaría sus hallazgos.
La mierda es amarga, entonces, y aquellos chicles eran mierda con café; o con pomelo o boldo, que una vez probé una infusión de boldo y casi pido que me maten.. Chicles amargos, ¿a qué genio del marketing se le ocurre algo así? No soporto las cosas amargas. Nada de café para mí, por favor. Té con hielo y azúcar nivel ataque de diabetes, gracias.
Escupí también el segundo chicle, claro, pero no tiré el paquete. Estaba cerca de otra agencia de publicidad donde conocía a un par de pringaos sin talento. Si alguien hubiese estado atento a mi reacción ante los Delos se habría descojonado y yo quería ver eso en otros. Definitivamente quería ver a alguien reaccionando con su primer y último Delo en la boca. Tim y Tom eran ideales para eso.
¡Pues manda huevos! Te puedes creer que a Tom le gustó esa mierda? Yo ni me había fijado en el color del chicle, pero a mi maliciosa pregunta de “¿Quieres un chicle?” él contestó “Sí, gracias. ¿Es de fresa?” y se lo metió en la boca.
—Humm—dijo—. Curioso—remató.
Curioso, dice. ¡Vete a tomar por culo! Ya dónde va a tener tirón un chicle semejante, en los restaurantes de cocina creativa, donde la gente va no a comer sino a experimentar y la palabra que más sale de sus bocas es “curioso” porque no se atreven a decir lo malo que está todo. Pues hala, mierda con café para ti, de postre, regalo de la casa. Experimenta.
Ah, no vi Tim. Tom dijo no haberlo visto en todo el día, que seguía reunido con los directivos. Supongo que no pasaban juntos tanto tiempo como yo pensaba. Lo de los nombres emparejados era sólo otra muestra de lo estúpidos que son.
Intento fallido, pero aún me quedaban dos chicles. No os voy a engañar, no conseguí nada.
Probé con el guardia de seguridad de la empresa de Tim y Tom, un tío simpático, pero frustrado como sus semejantes. Tras sacar el Delo de su envoltorio lo acercó a su nariz, lo olió, le pegó un ligero lametón, volvió a envolverlo y devolviéndomelo dijo “Gracias, no es para mí”. Vaya guarro, por cierto.
Salí de allí con mi último Delo en el bolsillo en busca de mi última víctima. Aunque en realidad habría sido la primera, no había conseguido nada. Sí que podría haber vuelto a comprar más chicles, pero ni de coña iba a contribuir a que un producto semejante, cuyo único uso aprovechable era como artículo de broma siguiese en el mercado. Y a todo esto, tenía que ponerme a trabajar en el anuncio de condones, así que me dirigí a casa. Oh, aunque recuerdo que pensé en que ya había hecho algo de trabajo, ahora rondaba por mi cabeza la posibilidad a escoger o descartar preservativos con sabores amargos, que siempre tienen un sabor dulzón de lo más empalagoso, o eso me han dicho.
Pero el pensamiento de aplicar sabor a Delos a los condones me hizo pensar en preservativos con sabor a mierda, y el hecho de que ésos están rondando por ahí de forma espontánea me dio algo de asco. Mejor cortarlo aquí.
El último chicle fue a parar a Adela, una de las varias cuarentonas ricas que viven en mi edificio, pero en otra hala, aunque compartimos portal. Ella directamente metió el chicle en el bolso. Si aceptó el chicle por educación y jamás se lo comerá por ser demasiado fina para las golosinas o si lo guardó sólo porque en el momento no le apetecía es algo que ya me da bastante igual. Empiezo a estar cansado.